
Ubicarnos en el entendimiento del deseo y su devenir, normal o patológico, nos tiene que colocar en un principio en el entendimiento de su significación.
Revisando la etimología del término, encontramos que proviene del latín “desiderare”, compuesto por el prefijo “de” y la palabra “sidus, sideris” (estrella, constelación). En tanto así, provendría de “de sidere”, de las estrellas. Podríamos entender que, en el origen, suponía que la gracia de los dioses sostenía el destino de nuestros deseos y realizaciones. Tenía un sentido más cercano a lo mágico y cósmico, trascendiendo las particularidades del sujeto.
Más allá de la etimología, la Real Academia Española, nos aporta otros posibles entendimientos del “deseo”. Rescato el siguiente: Movimiento afectivo hacia algo que se apetece.
Desear, pues, sería anhelar, sentir apetencia, aspirar a algo. El deseo, por tanto, es el anhelo de cumplir una voluntad o de saciar un gusto. En ocasiones, el deseo surge del recuerdo de vivencias pasadas que resultaron placenteras. Cuando el anhelo por una situación del pasado se torna muy intenso y genera tristeza, se habla de nostalgia… En otros casos, el deseo es motivado por la potencialidad que se le confiere a aquello que se desea. El deseo forma parte de la naturaleza humana y es uno de los motores de su conducta.
Sin ánimo de entrar en las múltiples lecturas teóricas que se pueden hacer del deseo, centraré mis puntos de vista en la observación evolutiva del deseo, a partir de la genética y la neurociencia.
Tengamos en cuenta que el bebé humano debuta en la vida provisto de un potencial indispensable para la sobrevivencia. Éste se expresará mediante impulsores de búsqueda de un complemento, con una programación preestablecida. A partir del encuentro (o desencuentro) del bebé con el complemento, que moviliza su búsqueda, se da comienzo al desarrollo de un registro sensorial y vivencial, el cual se inscribe en lo que llamamos “la memoria implícita” o “huella mnémica”, de naturaleza totalmente inconsciente.